lunes, 25 de mayo de 2015

Se cumple una semana de nuestra desaparición.

      El gas óleo que alimenta los generadores de las plantas nucleares se agota por fin. Cuando se apaga la corriente, el agua fría deja de correr y la temperatura comienza a aumentar. Pasarán varios días hasta que toda el agua hierva y se consuma. No hay nadie que impida este proceso, ni que evite la liberación de una lluvia radiactiva enorme cuyos efectos serán quinientas veces peores que los de Hiroshima.



Han pasado 10 días desde que las personas desaparecieron.

      Los perros salen al campo en busca de comida. Tienen tanta hambre que están dispuestos a probar casi cualquier cosa. Se encuentran las praderas sembradas de cadáveres. Todas las vacas lecheras que quedaron atrapadas han muerto. Nuestra repentina desaparición las ha matado. Los seres humanos habían ordeñado las vacas desde hacía ocho mil años. Tanto tiempo que habían conseguido domesticarlas del todo. Hace un par de semanas, casi todos los perros se alimentaban de comida de lata. En las grandes praderas del oeste americano, el ganado prospera. El problema es que muchos animales domésticos estaban encerrados en jaulas cuando desaparecimos.
      Sin electricidad, las ciudades están en silencio. Algunos animales zoológicos que los humanos habían enjaulado ahora son libres para campar a sus anchas. Pero tienen que luchar para sobrevivir. Los depredadores no son el único problema. Dejamos tras de nosotros una sorpresa mortal.
      El vapor lleva días saliendo del almacén de residuos nucleares. Como los generadores de emergencia ya no funcionan, ya no hay nada que regenere el combustible. La radiactividad de 250 bombas atómicas juntas se mueven por el edificio. Es un desastre nuclear. La radiactividad anda suelta y nadie puede detenerla. Una mezcla mortal sale a borbotones de la planta.
      Los pinos que rodean la planta nuclear mueren casi al instante. La radiación se agarra a la áspera corteza y a la pegajosa resina de los árboles. La clorofila, la sustancia que hace que las hojas sean verdes se contamina, y los árboles se vuelven rojos.
      El fuego se desata en gran parte de las 30 plantas nucleares del este de los Estados Unidos. La mayor parte de los 173 reactores europeos también está en llamas.
      La radiación, arrastrada por el viento, se convierte en un veneno invisible que se esparce por miles de kilómetros cuadrados. Si siguiéramos en el planeta, la radiación le provocaría cáncer a millones de personas. Los grandes animales huyen de las zonas donde la venenosa radiación ha matado a las plantas. Pero los más pequeños viven en el suelo del bosque, donde la tierra y las hojas están cubiertas de radiación. En las zonas más afectadas más de la mitad de los insectos y los roedores mueren.
      Los animales de las ciudades y los barrios residenciales, aún cuentan con fuentes de alimento mucho menos radiactivas. Y para conseguirla, solo hay que ir a la compra. Los ratones de la ciudad tendrán comida suficiente en las tiendas para vivir durante generaciones.
      En todo el mundo, los animales empiezan a invadir el mundo humano para buscar comida. Ahora que las nubes de radiación se extienden, la comida que les dejamos les mantienen con vida.

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